"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

miércoles, 22 de agosto de 2012

Sicario

Profunda como una puñalada en el costado clavo aquí un relato de María Martínez- Anxana en el mundo virtual (ya va siendo hora de que te des un garbeo por su blog, si no lo conoces)
A ver qué piensas de Lilliam...


Sicario

Asentí en respuesta a la cortesía de la secretaria y enfilé el pasillo en busca del aula donde tendría lugar mi primera clase, Historia. Iba a ser una hora muy aburrida, qué podría enseñarle un libro de instituto a alguien que conoce el mundo desde que se creó.

Mientras el profesor me presentaba, recorrí con la mirada cada uno de aquellos rostros que me observaban con curiosidad. La localicé de inmediato. Piel pálida, ojos verdes, larga melena negra como el ébano; bonito envoltorio, aunque el problema estaba en el interior .

Me sonrió cuando tomé asiento a su lado y su luz eclipsó al sol, sumiendo al resto del mundo en las sombras. Le devolví la sonrisa sin darme cuenta e inmediatamente aparté la vista de su rostro, consciente de dónde residía su peligro.

–Podemos compartir el mío –dijo en voz baja.

Su voz sonó como el agua que fluye de un manantial: clara y fresca, vibrante como el eco de las campanillas de un carillón. Me rozó el brazo al mover su libro hacia mí y mi cuerpo reaccionó como si sufriera la sacudida de una descarga eléctrica. Empujé la silla con disimulo, apartándome de ella todo lo que me permitía el pequeño pupitre. Hice todo lo posible para ignorarla, algo que resultaba más y más difícil conforme pasaba el tiempo.

La clase terminó y yo me entretuve comprobando el horario que me habían facilitado en secretaría.

–¡Vaya, tenemos las mismas clases! –exclamó ella, inclinándose sobre mí para ver mejor el horario–. Por cierto, me llamo Lilliam.
Miré la mano que ofrecía, después sus ojos salpicados de máculas doradas, los más bonitos que había visto nunca.
–Lukas –respondí.

–Encantada, Lukas.
Estreché su mano con un rápido apretón y observé como se levantaba y abandonaba el aula abrazando sus libros. Miró una sola vez atrás, y una tímida sonrisa de triunfo se dibujó en su cara al comprobar que yo la miraba fijamente. Se sonrojó y me ocultó sus ojos bajo un lento parpadeo. Aquel gesto me desarmó.
Por primera vez en mi larga vida dudé. ¿Y si no era ella? ¿Y si esta vez las señales no eran correctas?Podía sentir el mal con la misma claridad que la brisa sobre la piel, pero con ella algo fallaba. No conseguía percibir ni el más leve atisbo de su naturaleza, sólo aquellas extrañas sensaciones que se estaban convirtiendo en un dolor físico en mi pecho. Y supe que no sería capaz de llevar a cabo mi cometido, no sin estar seguro de si era Lilliam aquella a quién buscaba. En otro momento no hubiera dudado, habría actuado sin más, una vida a cambio de muchas parecía justo. Aunque esta vez, esa vida parecía un precio muy alto si estaba equivocado.

La observé durante dos días: en clase, a la hora de la comida, en casa. La vigilaba mientras dormía, espiaba sus sueños y con ello, mi desconcierto aumentaba. Era la inocencia en esencia, tan hermosa que hacía daño a mis ojos y a ese punto que latía en mi pecho.

Esa mañana, a pocas horas del nuevo advenimiento, supe que la profecía no iba a cumplirse, no esta vez. Hasta el más sabio puede equivocarse. Ningún ser es perfecto en su forma, incluidos los profetas, sólo el que los creó.

Mi misión había terminado sin que mis manos se mancharan de sangre. Ahora tenía por delante otros cien años de paz, cien años hasta que las señales iluminaran de nuevo el cielo, marcando el punto donde despertaría aquel capaz de conjurar el caos. Y yo iría a su encuentro y acabaría con su vida en el momento exacto. Tal y como había hecho tantas otras veces, ése era mi cometido, para eso fui creado.

Palpé la hoja de la daga bajo mi camisa, sentir su contacto me ayudaba a no olvidar para qué estaba allí. La luz de la habitación que había estado vigilando se encendió y a través de la ventana pude ver su silueta paseando de un lado a otro. Vi cómo se desvestía y se ponía aquel pijama tan inocente e infantil. La luz se apagó.

Aguardé oculto entre las sombras del callejón, con aquel nudo en el estómago que me acompañaba los últimos días. Otra sensación desconocida, abrumadora, que amenazaba con poner patas arriba siglos de autocontrol. Salí de mi escondite con la vista puesta en el cielo, debía terminar con aquello que había venido a hacer, y debía hacerlo ya.

Mis pies se posaron sobre el alfeizar y la ventana se abrió con un leve roce de mis dedos. Dentro olía a nubes de azúcar y a su perfume. Me colmó el olfato y mi respiración se aceleró, como la primera vez que aquel aroma a limón y menta llegó hasta mi como una estela sinuosa a través del aire, golpeándome como una bofetada.

Miré el reloj sobre la mesita, faltaba un minuto para medianoche, y cuando llegara ese momento, mi tiempo allí habría terminado. Me senté a su lado, en la cama. Aún no entendía por qué en esta ocasión me costaba tanto regresar. Sabía que tenía que ver con Lilliam, pero no conseguía vislumbrar aquel lazo invisible que me mantenía atado a ella. El deseo de tocarla ocupó mi pensamiento. Con la primera campanada, mi mano se deslizó por su larga melena desparramada sobre la almohada. Mis dedos acariciaron su mejilla hasta rozar sus labios entreabiertos, eran suaves y estaban húmedos. Sentí un leve cosquilleo en los míos y sin saber muy bien por qué, me incliné sobre ella buscando el contacto de su aliento. La respiración me silbaba en la garganta, y se transformó en un gemido cuando mi boca se posó en la suya.

Entonces, sonó la última campanada, y Lilliam abrió los ojos. Pude ver mi reflejo en ellos, ya no eran verdes sino negros. Moví mi brazo, saqué la daga y la alcé en el aire. Tras de mí, el umbral se abrió inundando de luz la habitación. Sólo disponía de una décima de segundo, no necesitaba más.

–¿Lukas?

Noté su filo abriéndose camino en mi pecho, llegó hasta mi corazón y se clavó en lo más profundo, pero no dejó de latir, al contrario, su palpitar cobró fuerza. Podía sentirlo en la garganta, ascendiendo hasta adueñarse de mi cabeza. La daga se escurrió de entre mis dedos y cayó al suelo con un golpe sordo, mientras el umbral se cerraba con la misma rapidez con la que había aparecido.

Me llevé la mano al pecho, para comprobar asombrado que no tenía ni la más mínima herida. Me había desarmado y vencido con una sola palabra. El sonido de su voz al pronunciar mi nombre fue lo único que necesitó para despojarme de mi voluntad.

–Lukas –susurró ella mientras se incorporaba.

Cerré los ojos extasiado.

–Dilo otra vez.

–Lukas –repitió posando su mano sobre la mía.

Me estremecí al descubrir el deseo en el tono de su voz. Estaba condenado, supe que jamás podría vivir sin ese sonido. Abrí los ojos y la miré. Lilliam sonrió al ver mi cara de sorpresa, con un rápido movimiento se sentó a horcajadas sobre mi y me abrazó. Sobre nosotros estalló la tormenta, los edificios comenzaron a desmoronarse y bajo nuestros pies el suelo escupía fuego. Nada me importaron los gritos, ni los lamentos, sólo su cuerpo entre mis brazos y sus labios susurrando junto a mi oído.

“No hay mayor poder que la fuerza del amor. No lo olvides nunca, Lukas. Cada vez que levantes tu daga, piensa en estas palabras y aleja tus remordimientos”, eso me decía mi padre cada vez que afloraban mis dudas, y yo le creía. Por eso mataba una y otra vez, para salvar vuestras almas, porque mi amor por vosotros era infinito.

Y mi padre tenía razón, no hay mayor poder que la fuerza del amor, por eso alzo mi daga una y otra vez. Vuestros cuerpos se extienden como una alfombra a mis pies y mis remordimientos desaparecen bajo la sonrisa de Lilliam al recibir vuestras almas. No hay nada más fuerte que el amor, y mi amor por ella es infinito
María Martínez
http://anxana.blogspot.com.es/

lunes, 13 de agosto de 2012

Luciano Wong I. Mâ.

Sergio Ross se merece que se propaguen sus escritos por su extrema generosidad para con los demás escritores noveles. Con su blog y foros ha promocionado a muchos, y no voy a dejarle olvidado. Pero sobre todo lo hago porque escribe, y bien, qué demonios. Además de ser versátil, que es algo que yo valoro. Luciano Wong es lo último que ha publicado en formato digital, en concreto en Amazon, y aquí suelto un fragmento del primer capítulo, para que lo devoréis.

Luciano Wong (extracto)



La Habana, 1954.

En medio del frío y de la oscuridad, Zhang Li se aferraba a su vieja y tosca bicicleta cargada de frutas. Regresaba del mercado del puerto atravesando los húmedos callejones que conducían al Barrio Chino cuando tuvo la mala suerte de encontrarse con tres marines norteamericanos.

Apestaban a alcohol.

Uno de ellos, el más gordo, estaba orinando en una esquina y fue el primero en verla. Levantó la mano para señalarla y, sin molestarse en guardarse el miembro, comenzó a gritar algo ininteligible que hizo que los demás, que hasta entonces entonaban una especie de canción, guardaran silencio. Era un silencio que aterrorizaba. Zhang viró en redondo, dejando caer la bicicleta y toda la mercancía, y comenzó a correr, pero fue apresada a los pocos metros.

Su endeble figura de adolescente fue sepultada por rudos cuerpos. Las sombras del callejón se llenaron de insultos y de risas que ahogaron sus gritos. Zhang arañó y pataleó en vano mientras que manos gruesas la despojaban de sus pantalones y lanzaban sus zapatillas por los aires.

―Cógele los tobillos ―dijo el monstruo gordo en inglés.

Zhang gritó más fuerte, hasta que una mano callosa le tapó media cara y otros brazos llenos de tatuajes aplastaron su menudo cuerpo contra el suelo. Sintió un hondo escalofrío al notar que le abrían las piernas.

Cerró los ojos.

No pudo ver al muchacho, apenas un adolescente, que se lanzaba en medio de los hombres. El muchacho empujó al marine gordo para luego abalanzarse sobre el que aferraba las piernas de Zhang. La sorpresa le ayudó a ganar la espalda del hombre para intentar agarrarlo por el cuello. Pero era un tipo fornido, con un cuello corto y grueso, así que su maniobra acabó en un sinfín de arañazos sin ninguna fuerza, por lo que se vio obligado a montar a horcajadas sobre la espalda del hombre.

Zang Li abrió entonces los párpados y pudo ver cómo el hombre se movía violentamente hacia los lados intentando sacudirse al chico de encima al tiempo que vociferaba contra sus compañeros que, apremiados por los insultos, se decidieron a ayudarle. Aprovechando el desconcierto Zhang se levantó, esquivó al otro marine que se incorporaba aún con los pantalones bajados y huyó calle arriba.

No volvió la cabeza ni por un momento. Si lo hubiera hecho habría presenciado cómo uno de los marines agarraba al chico y lo estampaba contra el suelo. Luego los hombres comenzaron a patearle. El muchacho se escurrió entre las piernas y consiguió levantarse, pero el tercer hombre le cerró el paso. Un puñetazo le hizo caer de bruces.

Borrachos y ciegos de ira, se ensañaron con él.

Más tarde, cuando comenzaba a despuntar el día y ya estaban cansados de pegarle, un viejo enjuto se plantó ante ellos. Era un hombre tan pequeño que despreciaron su presencia con miradas de mofa. Pero el viejo se acercó sin vacilar hasta que tocó el hombro del marine que tenía más cerca.

Fue como si una tormenta de arena barriese la calle. El hombre salió proyectado hacia atrás cual guiñapo tirado por una cuerda. Los otros dos marines se miraron desconcertados, poniéndose en guardia. El primero de ellos atacó al viejo con un directo pero éste lo detuvo con un potente giro de cintura y respondió con un gancho que ascendió como una flecha. El marine voló por los aires.

Quedaba el hombre gordo, y debía sacarle más de dos palmos de altura. Aún con su sobrepeso, sabía moverse: había sido campeón amateur en sus tiempos de estudiante. Pero el viejo no tuvo problemas en engañarlo con una finta, simulando un ataque con el dorso de la mano al estómago, para rotar después sobre sí mismo y golpearlo con un puño invertido al cuello. El tipo se tambaleó, no obstante trató de abalanzarse sobre el viejo, pero éste lo detuvo en seco con un golpe recto a la nuez.

Antes de caer inconsciente, entre la razón y la asfixia, la mente del marine bulló tratando de asimilar aquel golpe. Nunca había visto algo así. Un puño con la mano cerrada sobre los nudillos medios.
Era un puño de leopardo.

Sergio Ross
http://elalmaimpresa.blogspot.com.es/2012/05/luciano-wong-i-ma-la-nueva-novela-de.html

miércoles, 8 de agosto de 2012

El puente

Un relatillo oscuro de los que le van a J.J. Hernandez.
Mola, mola, para estas noches veraniegas.
Ahí os dejo un saludo lúgubre...


El puente 


Detuvo el ciclomotor, molesto. El motor se había parado solo y no llevaba el móvil encima. Tendría que empujar durante cuatro kilómetros sin nadie que pudiese ayudarle. Se bajó y suspiró.

Disfrutaba cada vez que le era posible de sus paseos nocturnos, cogía su moto para conducirla por los caminos, abandonados desde que se construyera la carretera nueva.

Hacía frío, una brisa suave que arrastraba perezosas nubes por el cielo, que no llegaban a ocultar la hermosa luna. Se había detenido sobre el puente, un viejo puente romano que ya no usaba nadie. Desde su posición podía ver, a bastante distancia, el puente nuevo que cruzaba el río, ahora seco.

Pocas veces había visto el río, últimamente sólo quedaban matojos y suelo reseco por donde pasaba el agua tiempo atrás. Se acercó a la baranda de piedra y miró hacia abajo en medio de la noche. Habría unos cuatro metros, apenas llegaba a ver un par de matojos y alguna criatura nocturna que correteaba entre estos.

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó el paquete de tabaco, su último cigarrillo estaba allí, algo arrugado. Se lo llevó a la boca y empezó a fumárselo con calma. Escuchaba el sonido de la naturaleza, a cierta distancia los árboles se alzaban fundiéndose sus copas con la noche, el olor del combustible quemado se perdía para dar paso a un olor que no reconocía, dulzón.

Miró el extremo encendido del cigarro y dio otra larga calada antes de tirarlo por el puente. Se giró para mirar su moto y suspiró, pensando en lo que haría ahora.

-¡Cuidado! –Protestó una voz femenina.

Se quedó helado unos momentos, la voz venía del lecho seco del río. Corrió para asomarse y descubrió el ascua del cigarrillo tirada en el suelo y el reflejo de la luna en dos ojos. Había alguien allí abajo mirándolo. El sonido de pisadas subiendo por una pequeña cuesta de tierra y vegetación lo alarmaron, pero pronto se encontró cara a cara con aquella persona.

Era una chica, tal vez un poco más joven que él. Lo miraba con aquellos ojos, el reflejo de la luna los hacía brillar, pero parecían capaces de brillar por sí solos. Tenía una melena dorada que enmarcaba un rostro delicado de labios carnosos, era hermosa, tan hermosa que miró de nuevo al lecho seco pensando que estaría allí con su novio. No había nadie.

-Lo siento, no sabía que estabas ahí debajo –dijo, avergonzado.

Era una muchacha preciosa y él había estado a punto de quemarla con un cigarro.

-No esperaba encontrarme con nadie en un sitio tan apartado –murmuró ella, pensativa-. No mires más, no hay nadie ahí abajo. Me llamo Ana.

-Yo Diego –respondió.

Estaba tenso, había algo en la mirada de Ana que lo desconcertaba. Era preciosa, pero no se trataba de eso, sino de otra cosa que lo mantenía alerta. Ella se acercó un paso y Diego no pudo evitar apartar ligeramente uno de sus pies, cosa en la que pareció reparar ella.

-Bonita moto –dijo, señalando.

-Bueno, al menos cuando arranca lo es –protestó, acercándose a su ciclomotor.

-¿Has probado a encender el motor de nuevo?

Tenía el extraño deseo de salir pitando de allí, algo en su interior lo hacía preocuparse. Giró la llave y apretó en encendido para escuchar la respuesta del motor en forma de ronroneo suave y constante.

-Me has traído suerte –dijo, mirándola.

La luna se reflejaba en un colgante con forma de colmillo, parecía de metal.

-Bueno, a lo mejor podrías darme un paseo –dijo ella, con tono cauto-, he venido a pasar unos días con mis tíos y este paisaje es bonito.

No se negó, no podía negarse ante un rostro tan agradable. Avanzaron por el camino durante un rato, el motor respondía bien de nuevo y Diego sentía las manos de la muchacha alrededor de su estómago, agarrándose con fuerza con cada bache.

-Este sitio es bonito –susurró ella en alguna parte cerca de su oído.

-Seguro que donde tú vives también hay campos de cultivo, no es para tanto –respondió él, disfrutando-. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?

Ella no dijo nada durante un buen rato, luego susurró:

-Me gustaría ver este sitio desde más arriba.

Diego asintió, aceleró y tomó uno de los caminos, en busca de un lugar perfecto. Sabía que ella se refería a la sierra, desde allí se dominaba toda la zona. Cuando detuvo la moto ella no dijo nada, sólo miraba en silencio.

A lo lejos el pueblo rompía la oscuridad, al igual que montones de puntos luminosos dispersos por los campos. El frío atravesaba su piel para morderle en los huesos, pero estaba a gusto allí, al lado de aquella joven.

-Gracias, al principio no estaba segura de si podía fiarme de ti, pero veo que sí –dijo Ana empleando un tono pensativo-. ¿Podríamos volver? Se hace tarde.

-¿Dónde viven tus tíos?

-No, a casa de mis tíos no, al puente –pidió.

Se giró para mirarla, parecía tremendamente triste, sus ojos eran bonitos pero por el brillo de la luna apenas lograba ver su color, parecían verdes.

-No creo que sea un buen lugar para dejarte.

-Por favor –insistió ella.

Asintió, dispuesto a llevarla de vuelta.

Hacía mucho más frío ahora, pero la chica contemplaba el puente, más cercano cada vez, apretó con más fuerza al muchacho.

-Gracias por ser bueno conmigo –dijo en un susurro.

Detuvo la moto y ella se bajó, sonrió con tristeza y miró al cielo.

-Ahora tengo que irme –suspiró-, toma, quiero darte esto como regalo por haberte comportado tan bien conmigo.

Le ofrecía algo pequeño que brillaba en su mano, un colmillo de metal, su colgante. El viento se detuvo y de nuevo aquél olor dulzón, parecía más fuerte ahora.

-Lo dices como si no nos fuésemos a cruzar más –respondió, preocupado por aquella mirada.

Se lo puso en las manos y sonrió.

-Tal vez no –dijo, caminando de espaldas-. Ahora vete, no quiero que me sigas.

Miró el colgante, suspiró al ver cómo bajaba de nuevo por la cuesta y negó lentamente, sin entender nada de lo sucedido. Guardó el colgante en el bolsillo de su chaqueta y se dispuso a marcharse.

Escuchaba algo, un lamento que venía del lecho seco, un llanto que rompía la armonía de la noche. Ana estaba llorando. Bajó de la moto y se asomó, debía estar debajo del puente. Se acercó a la cuesta para bajar y sintió el olor, más fuerte aún. Bajó con cuidado para evitar caerse, ayudándose con algunas ramas. El sonido del llanto cesó.

-¡No debes seguirme! –Protestó ella.

No le importaba, estaba llorando y quería saber qué pasaba allí.

Asomó para descubrir a la chica, sus ojos brillaban aún aunque no había luna que se reflejase en ellos, estaba agazapada en el suelo al lado de un bulto oscuro. El olor era ya insoportable, el de la carne en descomposición. Un paso adelante y pudo entender que Ana estaba incorporada delante de su propio cuerpo.

Lo miraba, furiosa.

-No debiste seguirme –lamentó, levantándose.

Su rostro ya no era hermoso, ahora se trataba del rostro del cuerpo tirado en el suelo. Diego dio media vuelta y subió corriendo la cuesta, sabía que estaba tras él. Arrancó la moto y aceleró.

Sintió unos dedos fuertes que se clavaban en su brazo, estaba en la moto, tras él, lo arañaba con fuerza y el olor empezaba a marear a Diego. El dolor, el miedo…

Rodó por el suelo, escuchando en sus oídos el llanto de Ana.





Despertó rodeado de gente, el sol había salido y había gente allí. Un enfermero lo miraba con ojo crítico, atento a sus heridas.

-Has tenido suerte, no parece que te hayas caído desde el puente.

No lo creía, no se había caído del puente, lejos, cuando perdió el control de la moto y cayó a la cuneta.

-La moto está allí arriba, destrozada, me alegro de que hayas corrido mejor suerte –dijo el enfermero-. La policía quiere hablar contigo, parece que has caído cerca de un cuerpo, una pobre chica que lleva días desaparecida.

No era posible, miró hacia la gente y pudo ver cómo levantaban un bulto cubierto con una tela blanca para apartarlo.

-Pero no puede ser…

-Tranquilo, sabemos que no has tenido nada que ver, te has pegado una buena.

Negó, no podía ser real, todo lo de aquella noche…
 
Rebuscó en su bolsillo y sacó el colgante de Ana, estaba allí, el colmillo de metal. Todo había sido real. Miró entre la gente, policía y curiosos que pasaban por la zona. La vio allí, caminando entre la gente, sonrió a Diego y, como si nunca hubiese existido, desapareció.

J.J. Hernandez