"El mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo"

San Agustín

jueves, 23 de septiembre de 2010

Aliado de las Sombras

El siguiente texto que os voy a mostrar pertenece a una joven promesa de la escritura. Con un libro publicado que versa sobre literatura fantástica (titulado La Ira del Dios Oscuro) y con nueve más a la cola (sí, he dicho nueve) pertenecientes a la misma saga creo que va a dar que hablar en los próximos tiempos. Su nombre es Juan Jesús Hernández y tiene tan sólo veinte añitos, con una prosa que va depurando día a día; promete dar mucha guerra, lo tengo seguro.
El relato lo cuelgo tal cual, sin ninguna corrección de estilo, aún a pesar de pequeños fallitos (¿y quién no tiene errores?)
Ahí os va, que aproveche.


Aliado de las Sombras

Oscurece, ya es hora de prepararte para empezar a trabajar, necesitas tomar algo, un trago de algo fuerte antes de empezar, y bajo la lluvia cruzas las calles embarradas. Nadie te mira, eres una sombra en mitad de la noche, embozado en una oscura capa, sólo el largo pelo castaño, recogido para que no se convierta en una molestia, y tus ojos, esos ojos de hielo, igualmente fríos y carentes de sentimientos. Nadie te mira en mitad de la nada, estás lejos de tu hogar, si alguna vez pudiste llamar así a algún lugar.
Entras cruzando la puerta sin llamar la atención, tus pasos te llevan hasta una mesa apartada, sólo deseas alejarte de los parroquianos que beben alegremente. Cuando se acerca el tabernero tus manos, por simple instinto, buscan el calor de la empuñadura, pero no desenvainas. Tienes que trabajar y aún no es el momento de empezar.
Sólo una cosa te ronda por la cabeza, un nombre: Thomas. Acompañado por una descripción y el pago, es sencillo, cinco mil ahora y otros cinco mil cuando el trabajo esté terminado. Evitas pensar en ese nombre, pero no puedes, sólo es un nombre, no sabes si es un buen hombre o un loco, podría ser un santo o el mismo diablo, tal vez no lo merezca.
Has firmado, no en vano te dedicas a esto. Diez mil es suficiente para descansar una temporada, y Thomas es sólo un nombre.
La bebida te da calor, te ayuda a olvidarlo, sin embargo ya sabes que no podrás, y cuando recibas el resto del dinero te sentirás más vil.
Tus ojos se pierden en los de una muchacha, una chiquilla de hermosa sonrisa que te mira. Esquivas esos ojos, aunque siempre has sido atractivo, no puedes perder el tiempo. Mientras el nombre gira en tu mente.
De un trago acabas con la bebida y deseas marcharte, te pone nervioso permanecer allí, vigilado por la muchacha y sus inocentes ojos, parecen juzgarte, como si Thomas pudiese ser su padre.
“Ni mujeres ni niños”, piensas en la premisa por la que has regido tu vida, la condición que siempre has puesto. Sólo cumples con tu trabajo, nada más.
Sales a toda velocidad y tomas aire como si nunca lo hubieses hecho, esas bocanadas te devuelven la frialdad, de nuevo eres tú. Dejas de oír voces, sólo la de tu propia mente que repite el maldito nombre hasta la saciedad.
Cubres tu rostro con la capucha, ahora ya eres una sombra, nadie te volverá a ver el rostro por allí, y al amanecer todos pensarán que el extraño forastero tuvo la culpa, pero no piensas volver.
Cualquier novato habría saltado al tejado para ir sin ser visto, pero eres un experto, y recorres las calles embarradas como si lo hubieses hecho durante cada día de tu existencia, cuidando de no pisar las huellas enlodadas de los carros, porque no debes delatar tu presencia.
Desapareces como si no hubiese estado jamás por allí, perdiéndote entre las callejuelas más oscuras. Una lámpara de aceite ilumina una ventana, es lo que buscas, la casa cuadra con las señas que te han dado, sólo debes esperar para encontrarte a Thomas. Lentamente ese nombre adquiere vida, un alma, huesos y mucha sangre, con cada paso Thomas es tan real que incluso empiezas a temerle.
Todo está en silencio cuando alcanzas el muro, parece una buena casa, Thomas no es pobre, sin embargo no eres un vulgar ladrón, tú tienes cierta dignidad. Oyes pasos y con la agilidad de un gato te zambulles en las sombras, viendo cómo una patrulla cruza por delante de ti. Tu mano sujeta la empuñadura de la espada, no actúas, sólo esperas a que desaparezcan al final de la calle, y sus voces se pierden.
Compruebas que no hay nadie y trepas hasta la ventana contigua a la que está iluminada, está cerca, sólo tienes que aprovechar la fuerza de tus brazos en un corto tramo. Sabes que al otro lado no hallarás un simple nombre. Será Thomas, y probablemente tendrá familia, gente que le llore. Pero debes hacerlo y cuando alcanzas la ventana te quitas las botas. No puedes dejar tus huellas embarradas por toda la casa, eso no es profesional.
Entras en una pequeña sala, un par de muebles es todo lo que tienen allí, pero sabes que alguien respira y no tardas en descubrir una cama con un crío. Duerme sin notar tu presencia, sin saber que en tu mente vuelve a surgir una idea: Thomas ahora también es padre.
Eres más silencioso que cualquier felino, el crío duerme mientras abres lentamente la puerta y cruzas a una sala. Hay una ventana y una lámpara de aceite ilumina la estancia, puedes ver dos personas que charlan tranquilamente: Una mujer de larga cabellera rubia, joven aún, y un hombre de aspecto pulcro que bebe sin dejar de hablar con la mujer.
Esperas, mientras observas el escaso mobiliario de la sala, apenas la mesa y un par de bancos, un estante con algunos libros y objetos que no logran llamar tu atención.
Escuchas el llanto del crío y la mujer se levanta, tienes poco tiempo para ocultarte porque irá en tu dirección, como si fueses un fantasma entras a la habitación en la que llora el niño, está a oscuras y te refugias tras la puerta.
Oyes los pasos de la mujer, se acerca lentamente y por fin cruza la puerta, no la miras más cuando te da la espalda y sales de allí como la sombra que eres. Escuchas su voz mientras intenta dormir al niño.
Avanzas descalzo, Thomas no mira en tu dirección, nunca mira nadie porque no eres más que un fantasma para ellos. Te colocas a su espalda con sorprendente facilidad, sigues oyendo a la mujer y mientras sigas escuchando su voz, estás fuera de peligro.
Con un veloz movimiento cubres la boca del hombre con tu mano y en tu otra mano aparece un cuchillo de hoja curva, cuya cuchilla posas sobre el cuello del desgraciado.
Tiembla, intenta luchar pero no es lo bastante fuerte, le dominas ampliamente y acercas tus labios a sus oídos, seguro de que la mujer está ocupada.
-Sólo voy a hacerte una pregunta, necesito saber tu nombre –dijo en un susurro-, dime como te llamas pero no alertes a tu esposa, porque entonces tendré que mataros.
Apartas la mano de su boca y sientes su terror, sabe lo que sucederá a continuación, pero a ti no te importa. Sabes que es Thomas y jamás matarías a esa mujer. El desgraciado desea gritar, siente lo que sucederá a continuación y percibes cómo suda, los latidos de su corazón son tan fuertes que temes que le mate, pero con un timbre extraño, responde:
-Thomas Vheck, señor.
Le cubres la boca con los dedos y sientes que la voz del niño se ahoga lentamente en la habitación, tienes poco tiempo.
La hoja del cuchillo se desliza poco a poco por su cuello, abriendo la piel. Sientes la sangre entre tus dedos, caliente y pegajosa, sujetas fuerte el convulso cuerpo, evitando que emita sonido alguno, y cuando se detiene le dejas, casi con mimo, con la cabeza apoyada en la mesa. La mujer ya no se oye, y tú sabes que regresa. Sientes por un momento lástima, es joven y hermosa, una pena que tenga que encontrarse con tal espectáculo ahora.
Thomas ahora es un hombre muerto, la sangre gotea desde la mesa formando un pequeño charco en el suelo, tus dedos te molestan, el tacto y el olor de la sangre es algo que no te gusta. Pero tienes prisa y sales por la ventana. Te descuelgas y la corta caída te lleva hasta el suelo. No hay peligro cuando guardas el cuchillo, oyes un escalofriante grito en medio de la oscuridad y corres, saltando a un tejado, porque ahora sí que es mejor ir rápido y sin encontrarse con nadie.
De nuevo piensas en Thomas, que ya no es un nombre junto a una descripción, Thomas es ahora un cadáver, con una viuda y un hijo huérfano. Cuando te detienes te sientes miserable, envidias a Thomas porque, aunque esté muerto, tiene quien le llore. Tú sin embargo eres sólo un asesino, sin nadie a quien amar. No sabes si merece o no la pena, sólo es un negocio. Te desvaneces como la sombra que eres, con una sola idea en tu cabeza:
“Es sencillo, cinco mil ahora y cinco mil cuando el trabajo esté terminado”.



Juan Jesús Hernández Gómez

lunes, 13 de septiembre de 2010

El Jardín

El siguiente relato que presento es el de una escritora a la que tengo especial cariño, ya que ella me está apoyando en el camino hacia la publicación, si al final llega el caso. Tiene en su haber un libro de ficción publicado, "Estirpe salvaje", que está a punto de cruzar el charco según recientes informaciones, y cuya portada se encuentra en la parte baja de este mismo blog -además de un video que hallé por youtube y que trata precisamente de esta historia, aunque no está realizado por ella, sino por alguno de sus fans. Además, otro libro está al caer, por lo que comenta, y no me extraña.
Lenguaje fluido y grácil, prosa poética...no sé cómo definirlo, pero es un gusto leer sus historias. Sinceramente se trata de un diamante que, a buen seguro, tiene un largo camino por delante en la escritura. O si no, al tiempo.


El jardín

La princesa era bella y altiva. Lucía oro en los cabellos y blanco marfil en su tez. Sus labios eran brasas encendidas pero, en cambio, el hielo asomaba en sus ojos.

Hija única de los monarcas, había crecido educada en la firme convicción de que todos cuantos la rodeaban vivían para cumplir sus deseos.

A los quince años, se despertó en ella una extraña inquietud que la llevó a buscar sosiego fuera de los muros del palacio, en la novedad continua y en el abrazo del viento. Solía cabalgar, a lomos de su caballo árabe, acompañada tan sólo de su palafrenero, mancebo silencioso que cuidaba con devoción de su señora y de las monturas.

Un día, su paseo a caballo la llevó hasta el mercado de la ciudad. Hastiada de los buhoneros, los mercaderes de telas y de objetos exóticos, sus ojos se posaron en un sencillo puesto de flores.

La florista era joven, tal vez de su misma edad. De cabello castaño y ojos de miel, el rubor de la alborada se posaba en sus mejillas. No necesitaba anunciar su mercancía. Las flores pregonaban su belleza, saturando el aire con sus aromas.

La princesa las contempló, fascinada.

-¿Qué deseáis, mi señora?
Su voz era agua transparente deslizándose sobre los pétalos. Había reconocido a la princesa y la miró con respeto y suave sonrisa.
La princesa comenzó a elegir.
-Estas… y éstas… Y aquel ramo. ¡Ah!, también esos lirios… Dame los azules, y los blancos… Mejor, ¡dámelos todos!
Con los brazos atestados de flores, el palafrenero ingenió la forma de colocarlas cuidadosamente en las alforjas de su robusto jaco.
-¿Cuánto debo pagarte?
La florista se turbó y sus pómulos enrojecieron como las amapolas.
-Mi señora… ¡Os habéis llevado tantas flores! Para mí es un honor, consideradlo un regalo.
La princesa irguió su espalda grácil y negó con la cabeza.
-Una princesa paga espléndidamente por obtener sus deseos. No puedo consentirlo.

Sacando su bolsita de cuero, depositó tres monedas de oro en manos de la asombrada florista. Y, sin decir más, montó en su caballo y se alejó, seguida del palafrenero. Cabalgaba erguida y airosa, recibiendo la pleitesía de sus súbditos a su paso por las calles. Sólo el palafrenero volvió la vista atrás. La florista permanecía inmóvil, aún turbada, ante su puesto casi vacío, con las tres monedas en la mano.

Entre el frío mármol y los pesados tapices, las flores eran un estallido de vida en los aposentos de la princesa.

Ella las contemplaba, hechizada, durante horas. Paseaba por las estancias e iba de un ramo a otro, sentándose junto a ellas. Acariciaba los pétalos y aspiraba, hasta embriagarse, las fragancias rezumando néctar, aliento de hojas y savia de yerba.

-Están muertas… -murmuraba, para sí, mientras posaba sus labios sobre la piel aterciopelada de un lirio-. Su vida está cortada, ya no poseen raíz… pero, aún y así, ¡son tan bellas!

Jamás la habían visto sus padres tan embelesada con regalo alguno. Su melancolía desapareció, pero una euforia inquietante la invadió, alternada por súbitos cambios de humor.

Pasados unos días, cuando las flores comenzaron a marchitarse, la princesa regresó a la ciudad.

De nuevo eligió a su capricho, ante la sorpresa y la gratitud de la florista. Jamás había ganado una sola moneda de oro… y ahora su señora, la princesa, se dignaba a comprarle flores, ¡tan generosamente!

Aquella noche, la florista regresó a su morada, en el arrabal de la ciudad, allí donde las calles empedradas morían en el barro y los señoriales edificios cedían paso a las humildes casas de piedra y paja. Pensó que debía ampliar su puesto, y quizás cultivar más flores, para poder agasajar a tan espléndida compradora sin desatender a sus clientes habituales.

La casa de la florista era pobre y diminuta. En cambio, estaba rodeada por un jardín exuberante. Nadie sabía por qué, pero durante todo el año rebosaba de flores. Violetas y lirios reinaban en abril, las rosas se expandían en mayo; margaritas, claveles y orquídeas competían en verano; las dalias alumbraban el jardín en otoño, los crisantemos en invierno… El perfume se derramaba por la vieja tapia de piedra, inundando la calle, hasta las casas cercanas. Los vecinos decían, admirados, que la muchachita solitaria, de quien no se conocía familia, tenía manos de hada.


La princesa se encaprichó de tal modo con las flores, que ya no podía vivir sin ellas. Al tercer día que volvió a la ciudad, fue acompañada de un carruaje y compró todas las que había en el puesto. La florista no supo qué decir, atónita.

Y así, una y otra vez, la princesa volvía, cada vez con mayor frecuencia, a buscar sus flores. Y la florista se afanaba por llenar su parada. El jardín necesitaba tiempo y comenzó a faltar algunos días en el mercado. Cuando, por segunda vez, la princesa quiso llevarse todas las flores del puestecillo, intentó excusarse.
-Alteza, si os las vendo todas, mis clientes no podrán comprarme flores durante días…
La princesa se volvió, ofendida.
-¿Qué importan los otros clientes? ¿Acaso no te pago bien? ¡Soy la princesa de este reino! Debería bastarte con servir a tu señora. ¡Esas gentes nunca te pagarán con tal esplendidez!

Y la florista guardó silencio, bajando el rostro. ¿Cómo explicarle aquello que le pesaba por dentro? ¿Cómo decirle que una simple rosa teñía de gozo el rostro de una enamorada? ¿Cómo hacerle comprender que un manojo de claveles iluminaba un hogar o que un ramillete de margaritas hacía sonreír a una anciana, mientras que todas las flores de su puesto no conseguían alegrar el corazón insaciable de una princesa?

Trabajaba en su jardín, redoblando su ahínco. Se levantaba antes del alba, cuando aún el aliento de las flores se mezclaba con el rocío. Por las tardes el sol se acostaba antes, mucho antes que ella acabara su faena, removiendo la tierra, podando ramitas, regando y entresacando malas hierbas, bajo la mirada de la luna triste y la sonrisa fría de los luceros.
Sus vecinos y compradores se extrañaron. Se enojaron, y luego se entristecieron. La princesa lo tenía todo, ¿también quería privarles ahora de las flores?

Los aposentos de la princesa rebosaban. Y ella sentía acrecentarse su pasión. Vivía de las flores, no podía respirar sin ellas. Pasaba horas rindiéndose a su hechizo. Invitaba a las damas de la ciudad a visitarla, y todas admiraban la belleza de los artísticos ramos. Ella reía, aún ansiosa, las mejillas encendidas como rosas y los ojos brillantes, destilando escarcha.

Los vecinos de la florista veían cómo su mirada se apagaba y la tristeza se adueñaba de su rostro. Agotada y pálida, la veían trabajar, incansable, en su jardín. Ella se amustiaba con los días, pero las plantas florecían bajo sus manos, derrochando amor.

Hasta que un día, la princesa quiso más.

-Voy a celebrar mi fiesta de aniversario, ¡y quiero inundar el palacio de flores! –dijo a la florista-. No me basta con las flores de tu parada… ¡Quiero ver tu jardín!

Ocultando su temblor, la florista se encaminó hacia su casa, seguida de la princesa, el palafrenero y los sirvientes que conducían el carro.

Cuando la princesa vio el huerto florido, enmudeció.

-¡Lo quiero! –exclamó- ¡Lo quiero todo! Todas esas flores… ¡en mis salones! Será magnífico.
La florista la miró, suplicante.
-Mi señora, no es posible. Si las cortamos todas, ¡no volverán a crecer en muchos días!
De nuevo la princesa montó en cólera.
-¿Dices que no es posible? ¿Cómo osas oponerte a mis deseos?

En vano intentó la jovencita explicarle que las flores necesitaban tiempo y las plantas debían recuperarse… La princesa no quiso oír más. Llamó a sus guardias y a los jardineros del palacio real. Mientras dos soldados custodiaban a la florista, los jardineros y los guardias se armaron de picos, azadas y sacos. Impotente, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón desgajado, la vendedora de flores vio como, en pocas horas, devastaban su jardín.

Un solo hombre permaneció inmóvil, apartado, testigo mudo del llanto: el joven palafrenero.

En el palacio, un batallón de criadas recibió las montañas de flores y se libraron a la tarea. La víspera de su aniversario, la princesa ordenó a todos salir afuera. Sola, bajo la luz ambarina del ocaso, recorrió su salón privado, revestido de guirnaldas y maravillosos centros, donde surtidores de flores se desbordaban sobre lechos de hojas trenzadas. Allí recibiría a sus invitados, envuelta en el esplendor de las flores. Se descalzó y caminó sobre un sendero de pétalos, aspirando hondamente la fragancia. Cerró los ojos y suspiró, henchida de belleza y perfume.

Allá en el arrabal, en un jardín despojado, una muchacha humilde lloraba, arrodillada en el suelo. Hundió las manos en la tierra herida, húmeda y sangrante. Y lloró. Lloró sin descanso y sin consuelo, hasta ahogarse en sus lágrimas. Entonces se desplomó. Sus dedos abiertos enraizaron en la tierra, y sus cabellos esparcidos se cubrieron de rocío. La luna sonrió, con tristeza, y la besó en el rostro. La noche cerró sus párpados.

Amaneció el gran día. El palacio real bullía en gran agitación, preparándose para celebrar el aniversario de la princesa. Criados y sirvientes iban y venían, frenéticos, preparando mesas, abriendo balcones y cortinajes, disponiendo sillas y acomodo para los invitados. Los músicos afinaban sus instrumentos; en las cocinas, los hornos desprendían aroma de pasteles y deliciosas cremas. Las doncellas de la princesa se afanaban en el ropero, preparando sus mejores galas y joyas. Otras llenaban una bañera de agua humeante, perfumada con pétalos de rosa y jazmín.

La princesa madrugó. Apenas había dormido. Inquieta, no pudo esperar que llegara su hora. Tenía que verlas… antes. Antes de la recepción solemne, antes de abrir su salón, cuajado de flores, a sus vasallos e invitados.

Corrió descalza por el pasillo, sin apenas cubrirse, el fino camisón de seda queriendo huir de su cuerpo. Empujó la puerta de madera labrada, lacada en esmaltes y oro, y entró en la sala.


Las doncellas se alarmaron. ¿Dónde estaba su señora? Avisaron a la reina.

-La princesa no está en su lecho. ¿Dónde puede haber ido?

Angustiados, reyes, criados y doncellas, emprendieron su búsqueda, llamándola sin obtener respuesta. Hasta que llegaron a su salón privado, donde debía celebrarse la fiesta.

La puerta estaba entornada y el rey la abrió de par en par. Entró, seguido de la reina y una multitud de criados. Un grito escapó de todas las gargantas.

Horrorizados, contemplaron el funesto esplendor del salón. Todas las flores se desprendían, colgando de macetas y columnas, ennegrecidas y mustias. Las guirnaldas de hojas marchitas, macilentas como harapos, exhalaban un hálito putrefacto. Y en medio, tendida en el suelo, vieron a la princesa, los cabellos esparcidos sobre los pétalos arrugados y el horror contrayendo su rostro. En una mano, una rosa seca se deshacía entre sus dedos crispados.


Al anochecer de aquel aciago día, que debía ser festivo y fue duelo en el reino entero, un mancebo a caballo atravesó las calles de la ciudad. Los cascos de su montura resonaban en el pavimento desierto. Nadie vio a dónde iba.

Se dirigió al arrabal, y desmontó ante un viejo tapial de piedra. Entró por la cancela abierta y llamó a la puerta de la casita. Nadie le respondió. Volviendo sobre sus pasos, rodeó el muro y contempló el jardín, negra desolación de tierra desentrañada. Buscó con la mirada. ¿Dónde estaba la joven florista? Caminó, con suavidad, sintiendo el dolor de la tierra. ¿Dónde estaba la doncella, de ojos de miel y manos de hada?

De pronto, se detuvo.

La florista ya no estaba allí. Pero en medio del jardín desnudo había brotado un arriate esplendoroso, cubierto de flores fragantes.

El sol se había ocultado y la luna asomó por el horizonte violeta. A lomos de su caballo, el joven palafrenero emprendió el galope. Su destino era ir lejos, muy lejos de aquel país. Tan sólo llevaba su capa y un puñado de recuerdos. Y una pequeña rosa, prendida en el cinturón.



Montse de Paz


Si quereis visitar su blog para saber más: http://comollegarapublicar.blogspot.com

viernes, 10 de septiembre de 2010

El Esclavo de la Al-Hambra


Aquí os dejo la portada de un libro que está al caer, y que promete. Un autor joven, novel, y que viene pisando fuerte. Un gusto.
¡Ánimo, Blas, que son pocos y cobardes!

Podeis visitar su interesante blog http://lenegaron27.blogspot.com

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El Motín de Aranjuez





- ¡Preparados, chicos! ¡y mucha mierda a todos!

Esta es la señal. El alcalde se baja del escenario y se preparan las banderas que salen al inicio, junto con las capas negras, las sombras de Godoy. Nervios y concentración.
Dos meses de ensayos casi diarios y sólo un día para demostrar todo el trabajo en poco más de hora y media, en directo y en una noche estrellada de primeros de septiembre ante el marco incomparable (y es que lo es en verdad) del Palacio de Aranjuez, a las espaldas del evento.
- Ten cuidado con la bandera, sepárate cuando salgas- dice uno de mis compañeros, agazapado.
Detrás han quedado cenas de bocata, risas y coqueteos, viejos papeles desempolvados de los que repiten, y nuevos retos aprendidos por más de cien vecinos que no se dedican profesionalmente a la actuación. Pero, principalmente, la ilusión siempre está presente, ilusión por ver y disfrutar (y que disfruten) del momento de la representación de un motín que alzó al pueblo en contra de Godoy, entonces ministro de Carlos IV. Porque se trató de eso, de una rebelión contra su persona, y no contra los franceses.

Un poco de historia para el que lo desconozca: corría el año 1808 y Napoleón, con la excusa de atravesar la Península (aliada en teoría de los franceses) para conquistar Portugal, enemigo declarado, aprovechó la debilidad de nuestro país y fue tomando plazas así como si nada, ante la pasividad del ejército español. La corte de Carlos IV se encontraba en los momentos de la revuelta en el Palacio de Aranjuez, junto a su ministro Godoy, enemistado, por otra parte, con el príncipe Fernando, hijo del rey y futuro de España. Entonces el ministro, temiendo la llegada de los franceses y la captura de la familia real (cosa que consiguió Napoleón más tarde y después de todo) instó a Carlos IV a huir a las Indias (a América, para más señas), algo que el príncipe Fernando y sus ministros utilizaron para poner en contra al pueblo de Aranjuez, argumentando que Godoy quería quedarse con el mando de las Españas y deshacerse de los reyes. En definitiva, se trató de la manipulación del pueblo en contra de los intereses personales del príncipe, que consiguió su objetivo: Godoy fue apresado en el motín del 19 de marzo, destituido y, poco después, Carlos IV cedió la corona a su hijo. Resumidamente se trata de eso, lo que, pensándolo bien, da un poco de amargura y prefiero olvidarlo en los meses de ensayos. A mí la historia de esta época me produce desazón más que orgullo, pero bueno.

- ¡Que mueran los gabachos!- grita uno de los nuevos, no muy lejos de mí, entusiasmado por el lleno absoluto de público. Dicen que hay sillas para unas cuatro mil personas, y eso da ánimos. Más los de a pie.
- Anda, resérvate para la escena de la “taberna” y súbete la capa, que como te la pises arriba vas a armar una…- dice sin acabar la frase un veterano mientras ajusta la caramba a su mujer, que también participa en el evento, como todos los años desde hace quince.

Lo que realmente merece es disfrutar de la representación del Motín cada principio de septiembre. Aunque sólo se trate de ver a gente que ha estado esforzándose a diario, trasnochando y sacrificando cenas y las mismas fiestas, y todo sin cobrar un duro. Sólo por eso ya valdría la pena, aunque hay mucho más: un despliegue de luces y sonido como escasas ocasiones se puede contemplar envuelve todo el proyecto, aderezado por la música, que continuamente amenizará la obra, interpretada en riguroso directo por Aljibe, un excelente grupo de folk ribereño con varios discos a sus espaldas. Y además el ballet profesional Villa de Madrid, con cuyas danzas de época se intercalan las escenas “serias”, y el baile de la corte, con todo su glamour de trajes, etc, etc.
En fin, todo un espectáculo, gratuito y bajo un cielo estrellado de verano, que se convierte en una delicia sin excepción la cual, repito aún a riesgo de hacerme pesado, merece la pena disfrutar al menos una vez en la vida. Os aseguro que no os arrepentiréis.


PD: por si a alguien le interesa, se representa el próximo día 4 de septiembre, sábado, a las 22:00 horas( aconsejo llegar como mucho entre las 21:00 y 21:30 si queréis encontrar sitios libres).
Paso también un enlace de las Fiestas del Motín: http://quehagoenaranjuez.wordpress.com/2010/07/27/programa-de-las-fiestas-del-motin-2010/